Calasparra, a 11 de noviembre de
2015
Queridos hermanos/as en el Señor:
La Iglesia recuerda de una
manera especial en el mes de Noviembre a nuestros hermanos los FIELES
DIFUNTOS, recordamos y rezamos por nuestros familiares y amigos que
han muerto y por todos los fieles difuntos conocidos y desconocidos,
hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo, hermanos nuestros. Lo hacemos
con fe y con confianza, porque sabemos que Dios nos ama siempre y nos llena
siempre de su amor.
Al mismo tiempo, a todos se nos
llama a tener encendida la luz de la fe para llenar de
esperanza la oscuridad de la muerte y para manifestar nuestro amor a
nuestros hermanos que participan ya de la Iglesia celeste. Para esto la
iniciativa de una Vigilia de la Luz hasta el Campo santo en la oscuridad de la
noche.
Reflexionemos sobre la muerte.
El pasado lunes día 2, día de
los FIELES DIFUNTOS, os invitaba a reflexionar con seriedad en el
misterio de la muerte. Nuestro mundo intenta esconder o maquillar el hecho de
la muerte; las personas detestan aquello que les haga sentirse débiles, viejas,
enfermas; todo lo que nos muestre que somos frágiles y que vamos a terminar.
Pero no pensar en la muerte no destruye la muerte, pues nada está tan cercano a
la vida del hombre como la muerte. Todos sabemos el día que nacimos, pero no
sabemos el día que moriremos.
El Concilio Vaticano II dice (GS 18)
que el máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el
dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el
temor por la desaparición perpetua.
Todos los esfuerzos de la técnica
moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre,
que ha sido creado para el infinito y no soporta la frustración que produce la
muerte. Pero ante ese deseo hoy la Iglesia proclama con fuerza mirando a quien
ha abierto la puerta de la eternidad para la humanidad, que la vida de la
persona no acaba con la muerte, sino que está destinada a vivir eternamente en
la presencia del Señor.
Jesús resucitado es la garantía de
que la muerte nos abrirá las puertas de la vida eterna con Dios, a todos los
hermanos y hermanas. Sabemos que el Padre nos acogerá con los brazos abiertos y
aunque, como el hijo pródigo, lleguemos a casa con los vestidos rotos y sucios,
si nosotros aceptamos su abrazo, su amor nos revestirá de gracia y entraremos a
su casa, que también es la nuestra. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado
esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte.
Ahí radica nuestra esperanza. Y es ese el motivo de estar atentos a no dejarnos
llevar por la soberbia de querer vivir fuera de la casa y en la mentira que
vivió el hijo pródigo de prescindir del padre.
Rezar por los difuntos
En estos días y siempre hacemos
oraciones y ofrecemos el sacrificio de la Misa por nuestros hermanos
difuntos. “Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean
liberados del pecado” (2 Mac 12,46). La oración por los difuntos, es
la más profunda tradición cristiana es también una profesión de fe que se funda
en dos hechos fundamentales:
- En primer lugar, rezamos por
nuestros difuntos porque creemos en la resurrección. Si no creyéramos en la
resurrección sería inútil rezar por los muertos, dice el libro I de los
Macabeos. San Pablo en su primera carta a los corintios también se hace eco del
tema y dice:
“Cristo ha resucitado de entre
los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte. Porque lo
mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la
resurrección de los muertos. Y como por su unión con Adán todos los hombres
mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida” (1Cor
15,20-22).
- En segundo lugar, rezamos por los
difuntos porque creemos en la comunión de los santos. Según el Concilio
Vaticano II, “Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen
juntos y en Él se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef., 4,16). Así
que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de
Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de
la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales” (LG
49).
Nos sentimos unidos con los
difuntos, y rezamos por ellos. Hay comunión de bienes, entre los que están en el
cielo, en el purgatorio y en este mundo. Podemos aún después de la muerte
seguir creciendo en los lazos de amor, de caridad, crecer y profundizar la
comunión, con los santos y también con los difuntos.
San Juan Pablo II explicando el
sentido de la oración por los difuntos entre otras cosas decía:
«En espera de que la muerte sea
vencida definitivamente, los hombres «peregrinan en la tierra; otros, ya
difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando
claramente a Dios, uno y trino». Unida a los méritos de los santos, nuestra
oración fraterna ayuda a quienes esperan la visión beatífica. La intercesión
por los muertos, lo mismo que la vida de los vivos según los mandamientos
divinos, obtiene méritos que sirven para la plena realización de la salvación.
Se trata de una expresión de la
caridad fraterna de la única familia de Dios, por la que «estamos respondiendo
a la íntima vocación de la Iglesia»: «Salvar almas que amen a Dios
eternamente». Para las almas del purgatorio, la espera de la bienaventuranza
eterna, del encuentro con el Amado, es fuente de sufrimientos a causa de la
pena debida al pecado, que las mantiene alejadas de Dios. Pero también existe
la certeza de que, una vez acabado el tiempo de purificación, el alma irá al
encuentro de Aquel a quien desea. » (2 de junio de 1998).
Por tanto la oración por nuestros
difuntos, con el recuerdo y el cariño, sube hasta los oídos de Dios Padre que
no quiere que nadie se pierda y nos une a todos en una sola familia, una sola
Iglesia, un solo pueblo, el de los redimidos por la sangre del Hijo. Nuestras
oraciones por los fieles difuntos llevan por consiguiente un doble sello:
caridad hacia ellos y certeza de la victoria de Cristo.
Este recuerdo y esta plegaria la
hacemos en la celebración de la Eucaristía, la Santa Misa. Jesús se hace
presente hoy en medio nuestro con su palabra y con su Cuerpo y su Sangre, que
son alimento de vida eterna. Y nosotros nos unimos a Él y renovamos nuestra fe
y nuestra esperanza. Es el mejor obsequio para ellos, ofrecer al que murió y
resucito por amor a todos nosotros.
Que nuestra Madre, la Virgen de la
Esperanza, nos ayude a estar unidos siempre en la tierra a los que encomendamos
para que gocen del cielo.
Rvdo. D. José Manuel Martínez
Rosique
Párroco