VATICANO, 04 Nov. 15 / 04:44 am (ACI).- El Papa Francisco animó hoy a
las familias a pensar que sin el perdón “ningún amor puede durar”. En la Catequesis de la
Audiencia General de este miércoles, el Pontífice recordó que el matrimonio y la familia es un gran don.
A continuación el texto completo gracias a Radio
Vaticana:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Asamblea del Sínodo de los Obispos que ha
concluido hace poco, ha reflexionado a fondo sobre la vocación y la misión de
la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad
contemporánea. Ha sido un evento de gracia. Al finalizar los Padres sinodales
me han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que este texto fuera
publicado, para que todos fueran partícipes del trabajo que nos ha visto
empeñados juntos por dos años. No es este el momento de examinar tales
conclusiones, sobre las cuales yo mismo debo meditar.
Mientras tanto, pero, la vida no se detiene, en particular la vida de las
familias ¡no se detiene! Ustedes, queridas familias, están siempre en camino. Y
continuamente escriben en las páginas de la vida concreta la belleza del
Evangelio de la familia. En un modo que a veces se convierte en árido de vida y
de amor, ustedes cada día hablan del gran don que son el matrimonio y la
familia.
Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la
familia es un gran gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, la
familia es un gran gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, sin el
cual ningún amor puede durar a largo, sin donarse, sin perdonarse, el amor no
permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos ha enseñado –el Padre
Nuestro- Jesús nos hace pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Y al final comenta: «Si
perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los
perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los
perdonará a ustedes» (Mt 6,12.14-15). No se puede vivir sin
perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia. Cada
día nos faltamos al respeto el uno al otro. Debemos poner en consideración
estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos
pide es sanar inmediatamente las heridas que nos hacemos, retejer
inmediatamente los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado,
todo se transforma en más difícil. Y hay un secreto simple para sanar las
heridas y para disolver las acusaciones, es este: no dejar que termine el día
sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y la mujer, entre padres e
hijos, entre hermanos y hermanas… ¡entre nuera y suegra! Si aprendemos a
pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, sanan las
heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se transforma en una casa más
sólida, que resiste a los choques de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y
para esto no es necesario hacer un gran discurso, sino que es suficiente una
caricia, una caricia y ha terminado todo y se recomienza, pero no terminar el
día en guerra ¿entienden?
Si aprendemos a vivir así en familia, lo hacemos
también fuera, en todas partes que nos encontramos. Es fácil ser escépticos
sobre esto. Muchos -también entre los cristianos- piensan que sea una
exageración. Se dice: si, son bellas palabras, pero es imposible ponerlas en
práctica. Pero gracias a Dios no es así. De hecho es precisamente recibiendo el
perdón de Dios que, a su vez, somos capaces de perdonar a los otros. Por esto
Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que rezamos la oración del Padre
Nuestro, es decir cada día. Es indispensable que, en una sociedad a veces
despiadada, haya lugares, como la familia, donde se aprenda a perdonar los unos
a otros.
El Sínodo ha revivido nuestra esperanza
también en esto: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la
capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no solo salva las
familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a
ser menos malvada y menos cruel. Si, cada gesto de perdón repara la casa de las
grietas y refuerza sus muros. La Iglesia, queridas familias, está siempre a su
lado para ayudarlos a construir su casa sobre la roca que ha hablado Jesús. Y
no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa:
«No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los
Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre». Y agrega: «Muchos me
dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No
expulsamos a los demonios en tu Nombre?” Entonces yo les manifestaré: «Jamás
los conocí» (cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, no hay
duda, que tiene por objetivo sacudirnos y llamarnos a la conversión.
Les aseguro, queridas familias cristianas, que si
serán capaces de caminar siempre más decididamente sobre el camino de las
Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonarse recíprocamente, en toda
la grande familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio a la
fuerza renovadora del perdón de Dios. Diversamente, haremos predicas también
bellas, y quizá expulsaremos también cualquier demonio, pero al final el Señor
¡no nos reconocerá como sus discípulos! Porque no hemos tenido la capacidad de
perdonar y de hacernos perdonar por los otros.
De verdad las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy,
y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la Misericordia
las familias redescubran el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las
familias sean siempre más capaces de vivir y de construir caminos concretos de
reconciliación, donde ninguno se sienta abandonado al peso de sus ofensas.Con esta intención, decimos juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Digámoslo juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Gracias.